viernes, 22 de enero de 2016

EL JUEGO MACABRO

Lejos han quedado aquellas épocas que los jóvenes abogados sólo conocemos por menciones abstractas, sí, cuando bastaba para el profesional con colocar una "chapita" en la puerta de su estudio para ser inundado con consultas de clientes ávidos de asesoramiento. Es que el mercado se ha fragmentado y los clientes son más exigentes, al menos aquellos que concurren a los abogados tradicionales, y quienes quedan, suelen ser insolventes -o estar muy cerca- y deben ser debatidos entre muchos iniciantes en la profesión.

A veces pienso que los comienzos del ejercicio profesional responden a un macabro juego de una fuerza superior que coloca a cientos de personas en una línea para matarse entre sí. Los propios desafíos a veces consisten en recibir consultas ociosas de personas que no saben qué hacer con su tiempo y hacen de su vida una cuestión justiciable, en otras ocasiones es tener grandes juicios en espera que tardarán años en rendir sus frutos y muchas veces, caer cuando se cree que le hemos comenzado a tomarle la mano,  para volver al primer peldaño, desde donde partimos. Quizás la verdadera fórmula para ganar tal juego maldito sea esperar, simplemente eso. No rechazar ninguna prueba, permanecer duro ante los golpes de los comienzos, si graniza soportar el peso de las piedras en el cuero cabelludo, si hay viento y arena, cerrar estoicamente los ojos y la boca, taparse lo más posible en épocas de lluvia y soportar el frío y crudo invierno. Será victorioso aquel que no renuncie al juego, quien sepa interpretar las duras pruebas como un proceso digno de ser vivido y espere, sí, espere, con inquebrantable confianza,  que su tiempo llegará.

El mayor enemigo a vencer en los comienzos es la depresión. Que se entienda, no me refiero a la cruel enfermedad psiquiátrica sino a la resignación, la transformación de fuerza activa en pasiva, el leve hartazgo en que nos coloca las circunstancias a enfrentar, aquel momento donde nos acostumbramos tanto a recibir golpes que ya no duelen...genial, evitamos el dolor, pero al no haber efecto no tendremos reacción ante él. Será cuestión de ser un zombie viviente que toma como habitual que las cosas no funcionen: que el cliente sea un miserable que se asusta por el valor de la consulta, que la calidad de los casos no vaya mejorando, que sea más rentable atender un "drugstore" que haber estudiado 6 años y, en última instancia, que jamas se llegue a formar esa famosa rueda de la que todos hablan que se basa en el "boca a boca", como fuente interminable de clientela de calidad.

Tal parece que el juego es común para muchos colegas, también para personas de otras profesiones. Lo fundamental parece ser no quedarse, evitar caer en la resignación, hacer algo, lo que sea, pero nunca sucumbir ante las reacciones psicológicas que "el juego macabro" nos puede generar. Su transcurso es inevitable, su duración y condiciones varían de profesional a profesional. Lejos estoy de querer manifestar si se trata de una entrada catártica o de un ejercicio literario de una tarde lluviosa. En la presente entrada he intentado describir un fenómeno que llevará al profesional a la famosa pregunta ¿Para qué hice esto?. La respuesta la tendrá cada uno y es sano que se manifieste, es quizás el primer síntoma que se están dando los primeros pasos en la profesión, que nuestra mente es presa de las travesías que "el juego" pone frente a nosotros. Pasarán cosas así y peores, pero resignarse no es una opción, al menos desde mi punto de vista, siempre y cuando no se quiera perder.

lunes, 11 de enero de 2016

PAGAR LO QUE VALE O VALER LO QUE CUESTA

   Esta entrada que abre el hermoso 2016 es algo compleja de redactar pues si bien comprende temas de notoria práctica, me es difícil expresarlo con claridad en pocos párrafos. Intentaré hacerlo. Se trata de la relación entre el costo promedio que tiene una diligencia realizada por un profesional y la capacidad del mercado, es decir los clientes, de hacerle frente.

  En la Provincia de Buenos Aires la unidad arancelaria, es decir, aquella que cuantifica los honorarios en aquellos asuntos no mensurados pecuniariamente, es el JUS, y éste equivale al 1% de la remuneración de un Juez de Primera Instancia. Tal unidad es variable y en la actualidad, desde el primero de Agosto de 2015, su valor es de $ 397. Si se revisa el Decreto ley 8904 en su artículo 9 se puede ver que, por ejemplo, en un divorcio, los honorarios mínimos son 60 JUS, sin perjuicio que, en la anacrónica expresión "por presentación conjunta" los honorarios se reducen a 30 JUS. Con la nueva legislación la diferencia para calcular los honorarios sería que el proceso sea iniciado por uno de los cónyuges que acerque la propuesta de acuerdo y no por ambos. Está claro que la diferencia sideral entre ambas regulaciones estaba en el carácter contradictorio que podía tener el divorcio, ahora jamas lo tendrá, sea iniciado por uno o ambos cónyuges. Soslayando el detalle, un divorcio iniciado por un cónyuge tendría una regulación de 60 JUS y calculando el valor de ésta unidad al monto indicado, su valor superaría los $ 20.000. En la práctica las regulaciones son menores pero no suelen estar por debajo de los $ 15.000.

   Es complejo hablar de rentabilidad en una carrera dotada de tantos tintes solemnes como es la abogacía. En la Universidad no se nos ha enseñado la manera de adaptarnos al mercado en que nos toca vivir para intentar sacar el mejor provecho, todo lo contrario, las tablas arancelarias son como los mandamientos del abogado y su valor debe ser respetado a rajatabla. Como todos pensamos del mismo modo, quien no lo hace es un ventajero, aprovechador o competidor desleal, una oveja negra en su profesión.

   El tema es que a los demás abogados podrá importarles el decreto citado, al Colegio que nos reúne también, a los redactores de la ley, a los jueces, a todo el mundo jurídico empezando por el profesor del primer materia, aquel al que temíamos hasta el que nos entrega el título en la colación...pero al cliente,  que es quien nos paga, hablarle de JUS arancelario es como mencionarle un ejercicio de alquimia medieval. Le importa cuánto habrá de pagar por un determinado trabajo y si el precio es adecuado a la magnitud de la labor y su capacidad de enfrentar los costos.

   La utilización de escalas arancelarias en supuestos como el divorcio termina haciendo caer irreparablemente en la pauperización profesional. Sea porque, para captar clientes, el abogado resigna honorarios o porque acepta que le paguen el valor que se suele regular en los Juzgados de su departamento judicial en cuotas, con puchitos, en cualquiera de los dos casos habrá de resignarse. Esto no significa que no haya clientes con capacidad económica para enfrentar los gastos, los hay, el punto es que no son mayoría. Que se note la utilización de la expresión "Pauperización". Aquí he incurrido en lo manifestado en el párrafo anterior, es decir, el dotar de solemnidad a la profesión y olvidar algunos aspectos fundamentales de su esencia. Acaso un vendedor de teléfonos celulares, si nota que los precios son muy altos e inflados, no intentará reducir costos u ofrecer planes de pago para que los clientes consuman en su comercio?. Intentará ser más competitivo, pero al abogado eso no se le ha enseñado, es más, eso está prohibido para él, estaría violando las nobles enseñanzas de maestros romanos extintos hace 2 milenios. El abogado no es un comerciante según el término jurídico que representa tal estatus pero, acaso no tiene un plan de negocios?, no alquila un despacho, paga una matrícula anual, debe comprar utensilios, pagar servicios, cajas previsionales, en conclusión, enfrentar distintos tipos de gastos?, acaso no busca una ganancia considerable enajenando su conocimiento legal, su matrícula y, por consiguiente, la aptitud que le otorga el ordenamiento para actuar ante la justicia como letrado?

   Que se note en el caso de los divorcios o, por ejemplo, las sucesiones, se trata de procesos donde la labor del abogado es relativamente semejante a la de un comerciante. Son procesos similares, con aristas diferenciales escasas o inexistentes que pueden, en ocasiones, presentar matices que los distinguen,  que no alteran tal semejanza. El abogado aquí acerca su desempeño al de un comerciante que ofrece una mercancía idéntica o muy similar a la anterior del mismo tipo, diría cercana a lo fungible, la suma de costos y aportes que ha efectuado es similar en todos los casos salvo honrosas -o deshonrosas- excepciones. No se trata de procesos donde el profesional debe revertir una maligna jurisprudencia aceptada, debiendo bucear en sentencias de ignotos tribunales patrios y/o extranjeros, llevando a sus neuronas al borde del colapso. En las materias citadas hay cierto acuerdo y los procesos se repiten una y otra vez, y luego otra vez, sin ofrecer problemas intelectuales mayores. Con esto quiero expresar que la lógica comercial no es tan distante a ciertos procesos que por tener escalas arancelarias poco acordes al mercado donde deben imperar conllevan la necesidad de adaptarse al cliente y su poder de fuego o perder el caso, lisa y llanamente.

   Yo por ejemplo vivo en la ciudad de Mar del Plata, urbe turística por excelencia. El destino del año está marcado por el mes de Enero y parte de Febrero, con suerte los últimos días de Diciembre. Ante una temporada magra todo el ciclo económico sucumbirá ante el fracaso, la mediocridad monetaria. De qué sirven las escalas arancelarias citadas en el proceso de divorcio -y otros tantos- si el precio no es acorde a la capacidad del cliente de afrontarlo. Se puede estar sentado frente al cliente y decirle que divorciarse le costará $16.000 para esperar que sus ojos salgan desorbitados u ofrezca pagarlo en cómodas cuotas de $1000 durante 16 meses, valor que apenas alcanza para solventar los gastos de un atado de cigarrillos diario, durante un mes, para un letrado adicto a los placeres de la nicotina. Se puede rebajar el costo y disminuir la cantidad de cuotas aumentando su valor. Con esto no incito a que se haga lo mencionado, simplemente trazo una analogía entre la actividad comercial pura y la profesión de abogado en ciertos procesos. Es que toda mercadería o servicio ofrecido presenta un precio que es el llamado "precio límite". Éste representa el valor máximo que se puede pagar por una mercancía o servicio y está representado, principalmente, por la capacidad de quien lo adquiere. Si un cliente desea divorciarse y su trabajo fue de temporada, durante 3 meses, habiendo percibido determinada cantidad de dinero -casi nunca superior a los $40.000- y durante el año conserva el empleo a tiempo parcial, quizás trabajando dos o tres veces por semana, es ilógico pensar en percibir de él el 40% de lo que ganó trabajando 3 meses seguidos a jornada completa casi sin días franco. El contexto social nos indica que el precio límite por un divorcio está muy por encima del precio real o aquel que sí puede ser afrontado.

   Que el precio límite supere al precio real o aquel que puede ser afrontado es lógico en toda economía de mercado, lo peligroso, al menos para la venta, es cuando el precio límite está por debajo del precio que efectivamente se pretende obtener por quien ofrece una mercancía o servicio. Sea un sachet de leche que se cobra ridículamente $20 o un divorcio que, por cálculos legales o regulaciones judiciales supera ampliamente los $10.000, en ambos casos no es difícil concluir que su valor es desproporcionado a las variables económicas que contextualizan la situación donde se conforman. Entre esas variables económicas cabe mencionar la aptitud económica del cliente, el contexto social al que pertenece, la magnitud y costos del trabajo efectuado, la inversión de tiempo o mano de obra -o ambas- y un largo etcétera.

   Sé que fue una entrada algo particular y es difícil comprender la idea de fondo, el punto es que la profesión de abogado no debería estar tan ajena a las vicisitudes de mercado que la engalanan, las leyes arancelarias son un instrumento ético magnífico siempre y cuando la lógica impere pues, ante situaciones total o relativamente injustas, es el cliente quien se margina a sí mismo del sistema por imposibilidad de formar parte de él y el abogado perderá, tarde o temprano, su rentabilidad. Tampoco pretendo que las leyes de mercado imperen pues conduciría a situaciones injustas. Si no hubiera topes arancelarios habría una suerte de ley selvática que llevaría a los profesionales a rebajar sus precios a valores ínfimos, pues la ganancia estaría en la cantidad, como en cualquier comercio particular y aquí sí, sin dudas, se atentaría contra la profesión y su solemnindad. Es cuestión, como en muchas cosas, de encontrar puntos de conciliación.

Es todo por ahora. Juan Manuel Rivero Clauso.